A lo que siempre ha aspirado Vladímir Vladímirovich Putin, el Todopoderoso hijo del Todopoderoso, en una traducción más que poética, es a gobernar desde el mausoleo. Toda su acción política está encaminada a fijar el comportamiento de Rusia con respecto al mundo más allá, mucho más allá de su existencia personal sobre la tierra. Para esto, no es suficiente con la mitificación del personaje, que encaja con figuras heroicas y paternales de la historia rusa o eslava, lo que da la idea de que mantiene y encarna el espíritu de la nación en el tiempo, sino que, una de las bases esenciales, la perduración temporal de su comportamiento y visión más allá de su persona, está basada en el miedo. Todo aquel que ponga en duda o cuestione su proceder, o incluso quien quiera tener una visión distinta, no solo es traidor a la persona, sino lo que es mucho peor, un traidor a la patria, a la raza, lo que le marca como no-persona dentro del grupo nacional, y como no-persona es perfectamente desechable.
Tanto la estrategia del miedo como la mitificación del personaje forman la simbiosis entre la época soviética, llena de sospechas, y la Rusia tradicional, histórica o zarista. Por eso Putin es una síntesis no que encarne en esencia lo ruso, sino una peculiar figura potente de lo ruso. Dicho en términos vulgares occidentales: el salvapatrias. Dicho desde una perspectiva moral más rusa: el padre de la patria. Y al padre de la patria, que es el sabio de la tribu, no se le traiciona, porque sería lo mismo que traicionar a la patria misma: adoración y miedo. Vienen recuerdos de Borís Godunov.
Pero bien sabe Putin que el teatro no es la vida. Que la vida puede ser un buen teatro, pero que la vida es más profunda. El teatro se puede permitir ser una filfa, pero la vida no. Por ejemplo, los ataques, en la vida, son reales. En el teatro solo lloraríamos un rato, o nos echaríamos unas risas. En la vida puede que te rías, pero hay una cosa que se llama dolor. Todo eso lo sabe el padre incluso lo marca en piedra como en la carne, para que aprendas. Y así estamos.
Desde que Putin accedió al poder, más bien, solo viendo al personaje, se puede entender que, más allá de que toque el piano y vaya al ballet (como reconoce Nacho Duato), su aspiración básica siempre ha sido hacer fuerte a Rusia como Estado, pero no como sociedad democrática. Ahora las sociedades occidentales, las llamadas democracias liberales, se enfrentan al mismo problema: fuerzas políticas que, ante el reflejo de Estados potentes como China, Rusia o incluso las dinastías del petróleo, en los que parece que la economía no es un problema, independientemente de las personas, tienen la nostalgia del autoritarismo. Surge la idea de que la democracia es un problema para resolver los problemas. Hay gente dispuesta al voto, igual que hay admiradores de Putin independientemente de lo que haga. Ante la complejidad del mundo, el ensimismamiento, la congestión. En términos coloquiales, el embrutecimiento. En eso estamos.